Mis primeros recuerdos son confusos, pero siempre mantengo la imagen de Gaby, una niña muy cariñosa que solía jugar con nosotros. Era la persona más dulce que conocí jamás. Cuando no estábamos jugando, yo me dormía a su lado apoyando mi cabeza en sus piernas para que ella me acariciara el pelo.
Poco a poco, empezamos a ser más independientes, comíamos solos y jugábamos revolcándonos en el pasto y luchando como titanes. Una vez – recuerdo – Gaby corrió a separarme de uno de mis hermanos mayores. Jugando, él me había mordido el cuello y me provocó tanto dolor que me hizo lanzar un grito agudo. Creo que ese fue el principio del fin.
Al otro día, los cuatro hermanos dormíamos acurrucados cuando entró la mamá de Gaby y levantó en sus brazos a los dos mayores. No era extraño que hiciera eso. Siempre que llegaba alguien de visita, ella nos llevaba para mostrarnos.
– ¡Qué lindo! – Exclamaban mientras acariciaban nuestras cabezas.
Esta vez fue distinto. Esa misma tarde, se llevaron al último de mis hermanos y no los volví a ver más.
A pesar de los cariños que me prodigaba Gaby, no podía disimular mi tristeza. Mi madre, en lugar de consolarme, empezó a mostrarse indiferente conmigo.
La mamá de Gaby siguió mostrándome ante visitas desconocidas, una tras otra, hasta que dejaron de venir. En cierta ocasión escuché: – Ya está grande, no discutas, no podemos alimentar a los dos, es la madre o el hijo. Antes de que terminara el día, una excursión en auto me mostró el resultado de esa elección.
Me hicieron subir. Gaby se sentó a mi lado y me abrazó llorando. Su madre la obligó a quedarse. El auto se alejó y fue la última imagen que guardo de ella. Tristemente, me adormecí.
Después de unos minutos, el motor se detuvo y se abrió una puerta. Ni bien pisé el pavimento, el auto aceleró y me quedé solo.
Caminé y caminé, días y noches bajo el cielo abierto del campo. Intenté buscar asilo pero no había casa que no tuviera un gran mastín para expulsarme. Me aceptaron en un rancho pero no estuve mucho tiempo ahí: nadie quería a un tuerto, más que para pegarle.
Vagué por las calles, a veces solo, a veces, detrás de alguna hembra en celo.
Al poco tiempo, empezó a picarme todo el cuerpo. Eran bichitos que saltaban. Después, empecé a pelarme y a lastimarme por rascarme tanto. Empecé a sentirme mal y mi cuerpo se calentó mucho.
Ya no tengo fuerzas para seguir. Con un gran esfuerzo, levanto la mirada en busca de ayuda pero nadie me mira. Nadie mira a un perro acostado a un costado, a un pobre can lleno de pulgas y desnutrido. Mis únicas compañías son la brisa de la mañana y el pavimento frío debajo de mi cuerpo. He sentido un temblor que me recorrió todo pero ya pasó. Todo pasó. No puedo recordar más el rostro de Gaby. Tengo mucho sueño y no siento nada más que el sueño. Nada más.
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