El invierno en Tucumán suele
ser benévolo cuando el sol de la tarde calienta la piel de aquellos que osan
subir, a la siestita, por las enmarañadas rutas al Cristo Bendicente. Sin
embargo, cuando al viento se le ocurre involucrarse en la placentera diversión,
los vellos de los brazos comienzan a levantarse alarmados por el incipiente
frío.
Muchos visitantes empiezan a
colocarse sus camperas y, varios turistas atrevidos, aprovechan la compra de la
mañana para cubrirse con ponchos y algún sombrero de gaucho. Se resisten a
dejar el lugar hasta que el sol decide abandonarlos y, uno tras otro, empiezan
a emigrar.
Mariano, Juan y Fran
decidieron esperar un poco. Aún sabiendo que era peligroso bajar de noche, lo
preferían a tener que seguir la procesión de autos, motos y bicicletas que
formaban, a un ritmo regular, una fila india por el único y angosto camino.
Con la compañía indispensable
del mate, se refugiaron bajo un grupo de árboles donde aprovecharon para una
mano de truco.
El frío había dejado desolado
el lugar. Hasta los vendedores habían huido. El viento empezó a golpear más
fuertemente y su voz distante advertía a los amigos que era hora de regresar a
la ciudad. Los tres se levantaron y corrieron a sus autos para emprender el
descenso.
La ruta parecía más oscura que
de costumbre, alumbrada apenas a dos metros por los faros del Renault 19. Las
luces de la ciudad aparecían esporádicamente entre la tupida vegetación,
recordando el destino que se hacía, cada vez, más anhelado. El silencio era profundo.
Juan manejaba pero ninguno de los tres apartaba la vista de la ruta.
Fran estiró su mano para
encender el estéreo. La familiar melodía relajó los músculos tensos de los tres
y creó un ambiente aislado de la oscuridad inmensa que los rodeaba.
Poco tiempo tuvieron para
darse cuenta, en una curva, de que un auto venía de frente. La luz del otro
vehículo les advirtió, segundos antes del encuentro, y una maniobra los salvó
de una tragedia.
Apagaron el estéreo dándose
cuenta de la necesidad de escuchar el motor de cualquier auto que se les cruce.
Nuevamente el incómodo
silencio.
Millones de veces, los tres
amigos habían subido y bajado esos cerros. Millones de días y millones de
noches. Los conocían como a las líneas de sus propias manos. Sin embargo, esta
noche era especial. Había algo en el ambiente que los mantenía intranquilos.
Fran cerró los ojos apoyando
su cabeza en el respaldar, sin embargo, una extraña sensación no lo dejaba
dormir. Mariano se colocó los audífonos de su celular y se recostó en el asiento
de atrás.
Juan, indignado por el
abandono de sus amigos ante un tensionante viaje, giró su cabeza para hacerles
alguna seña o moverlos. Solo unos segundos bastaron para descubrir, al volver
su mirada hacia la ruta, que una mujer venía caminando por el medio. Los frenos
sonaron desesperantes. La desconocida se detuvo frente al auto.
– ¡Necesito ayuda! ¡Mis hijos!
– la voz de la mujer se confundía con los sollozos.
Los tres amigos salieron a
auxiliarla y vieron que tenía una herida en la cabeza de la cual emanaba
sangre.
–
Señora, tenemos que ir a un hospital. Esto se ve muy mal.
–
No. Retrocedan. Tuvimos un accidente y mis hijos están heridos.
Sin decir nada, subieron todos al
auto y dieron la vuelta. Mariano, quien iba sentado al lado de la desconocida,
pensó en el tiempo que debía haber caminado ya que sentía, sin ningún contacto,
el frío de su piel.
Ella no quitaba la vista de la ruta
mientras los amigos buscaban desesperados algún indicio de accidente. Metro por
metro, los ocho ojos recorrían la oscuridad.
– Acá es – escucharon la voz de la
mujer y frenaron. Cuando se dieron vuelta para verla, ella había desaparecido.
Un frío superior al que habían
sentido hasta ese momento los invadió y, por unos segundos, cruzaron sus
miradas aterrorizadas. Nadie sabía si bajar del auto o arrancar y salir a toda
velocidad de la zona. Después de mucho bacilar, Fran dijo:
– Chicos, miren. Ahí abajo hay un
auto.
Al costado de la ruta, siguiendo el
rastro, apenas se veían los restos de un Corsa blanco envuelto por ramas. Los tres
bajaron y corrieron.
Unas vocecitas se lamentaban desde
el asiento de atrás e, instintivamente, todos se dirigieron hacia la puerta
trasera. Fran logró sacar por la ventanilla a un pequeño de cinco años y Juan,
a uno de tres. Mariano, al ver que los niños estaban a salvo, se dirigió a los
lugares delanteros y descubrió, para su sorpresa, que no había más
sobrevivientes.
Del lado del conductor, un hombre
muerto. Del lado del acompañante…
Mariano retrocedió estupefacto.
Allí estaba el cuerpo sin vida de la
misma mujer que venía con ellos. O, mejor dicho, del fantasma que los guió
hasta allí.
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