Una mañana de Mayo, algo interrumpió mi sueño. No fue la alarma tediosa ni la intranquilidad de madrugar por responsabilidad, ya que estaba de vacaciones. Fue algo distinto, algo interno, un llamado del corazón cuando quiere intervenir en los asuntos de la razón.
Abrí los ojos sin titubeos, miré la habitación solitaria, escuché el silencio. Sacudí la cabeza con una sonrisa en los labios para deshacerme del desconcierto. Me senté en la cama a urgar entre mis pensamientos inconexos.
Una voz me sobresaltó llamándome tiernamente. Levanté la mirada ansiosa: Era él. Mi sonrisa se congeló de sorpresa. "Pero no puede ser él. Él ya no está..." Busqué su voz en el ambiente inerte agudizando mis sentidos, pero no la hallé.
Resignada a volver a perderlo, me reacomodé en la cama, dispuesta a recuperar su imagen aunque más no sea, en sueños. Cerré los ojos y empecé a a inventar su presencia.
El silencio de la realidad parecía inexorable, pero su voz volvió a dominar, esta vez, de manera más clara.
Abrí los ojos y me senté en la cama de un salto. "¿Dónde estás?". Algo se sentó a mi lado. No puedo asegurar cómo lo sé pero sentí su presencia. "Mi amor, ¿dónde estás?". Mis labios quedaron tiesos después de esas palabras a medio pronunciar, boquiabiertos, con la mirada perdida en la piel, tratando de percibir con todos los sentidos, aquello que no podía ver.
Sin pensarlo, sentí un calor cubriéndome en un abrazo. No había miedo ni resistencia, incluso me abandoné en esos brazos invisibles y familiares.
Como lo había hecho muchos años atrás, pensé: "Haceme tuya".
Con la primera luz de la mañana, los rumores de la calle invadían los ambientes de la solitaria casa. Presencias fantasmales se retiraban a las sombras a dormir.
Dos días después, mis hijos me encontrarían allí, con mi cuerpo abrazado a la nada pero mi alma feliz unida a él en algún rincón de la habitación.
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