El invierno en Tucumán suele
ser benévolo cuando el sol de la tarde calienta la piel de aquellos que osan
subir, a la siestita, por las enmarañadas rutas al Cristo Bendicente. Sin
embargo, cuando al viento se le ocurre involucrarse en la placentera diversión,
los vellos de los brazos comienzan a levantarse alarmados por el incipiente
frío.
Muchos visitantes empiezan a
colocarse sus camperas y, varios turistas atrevidos, aprovechan la compra de la
mañana para cubrirse con ponchos y algún sombrero de gaucho. Se resisten a
dejar el lugar hasta que el sol decide abandonarlos y, uno tras otro, empiezan
a emigrar.
Mariano, Juan y Fran
decidieron esperar un poco. Aún sabiendo que era peligroso bajar de noche, lo
preferían a tener que seguir la procesión de autos, motos y bicicletas que
formaban, a un ritmo regular, una fila india por el único y angosto camino.
Con la compañía indispensable
del mate, se refugiaron bajo un grupo de árboles donde aprovecharon para una
mano de truco.
El frío había dejado desolado
el lugar. Hasta los vendedores habían huido. El viento empezó a golpear más
fuertemente y su voz distante advertía a los amigos que era hora de regresar a
la ciudad. Los tres se levantaron y corrieron a sus autos para emprender el
descenso.
La ruta parecía más oscura que
de costumbre, alumbrada apenas a dos metros por los faros del Renault 19. Las
luces de la ciudad aparecían esporádicamente entre la tupida vegetación,
recordando el destino que se hacía, cada vez, más anhelado. El silencio era profundo.
Juan manejaba pero ninguno de los tres apartaba la vista de la ruta.
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