Mis hermanos y yo tuvimos una infancia feliz. Éramos cuatro y yo era el menor por treinta y cinco minutos. Todos me tenían lástima porque había nacido con un ojo totalmente blanco y ciego. A pesar de eso, tuve una vida muy confortable. Mi mamá nos daba de comer cada vez que lo deseábamos y nos acariciaba constantemente. Quizás, por mi pequeño defecto, fui el último en caminar pero, lejos de considerarlo una desventaja, me hacía sentir especial.
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